No teníamos gato propio porque una colonia de mininos salvajes y andrajosos, inundaba nuestro jardín. La escoria de los felinos, de puro mugrienta, nos resultaba simpática. Eran los desahuciados de la tierra, los intocables, los plebeyos, los últimos, los borrados, las sombras, los remotos, los abandonados, las castas mas bajas, los exiliados, los oscuros, los mártires, los emigrantes, los golpeados, los infieles, los trágicos, la sílaba impronunciable, los parias, los olvidados.
Cada día, a eso del mediodía, saltaban por el muro lateral y de allí se colgaban a las ramas del peral para deslizarse, decididos, hacia el camino de tierra húmeda y fértil que bordeaba un vergel de plantas y flores aromáticas. Allí crearon sus fronteras y vivían sus hazañas al margen del resto de la población constituida por mi familia y un par de perros ancianos a los que teníamos prohibido acercarse a los gatos, más que nada por temor a su salud.
Cada día, a eso del mediodía, saltaban por el muro lateral y de allí se colgaban a las ramas del peral para deslizarse, decididos, hacia el camino de tierra húmeda y fértil que bordeaba un vergel de plantas y flores aromáticas. Allí crearon sus fronteras y vivían sus hazañas al margen del resto de la población constituida por mi familia y un par de perros ancianos a los que teníamos prohibido acercarse a los gatos, más que nada por temor a su salud.
Apenas, pues, tenían trato con nosotros, nos miraban arrogantes, con posado altanero mientras atusaban sus melenas desteñidas con la dignidad de los aristócratas de rancio abolengo y recogían cualquier miga comestible por amarga que esa fuera.
Con unos andares soberbios y la cola bien erecta, se sentaban codiciosos a esperar que les diéramos su ración de vianda. Eran tan míseros, llegaron tan flacos al principio, que de darles los restos de los platos sucios, pasamos a servirles pescado fresco del día, porque vivíamos en la costa, frente al esplendido litoral Mediterráneo, y cuando llegaban las barcas de pescadores, cargadas de peces agónicos, íbamos a llenar la cesta y cargábamos de mas para los gatos hambrientos.
Con el tiempo, la colonia fue creciendo y los viejos embajadores de lo mugriento, duplicaron su linaje y mostraron el camino a los recientes. Llegaron a desbordarse tanto que no había un milímetro de terreno en el que no encontráramos a un desamparado indigente. Entonces aserramos las ramas de los árboles, cubrimos el muro, aislamos los caminos, tapamos los agujeros de sus guaridas, despiojamos con zotal todo el parterre y les levantamos el campamento.
A pesar de todo no nos sentimos bien desplazando el problema y nos seguía preocupando el destino de aquellos gatos. Sin hallar una solución práctica, les servíamos su ración al otro lado de la pared trasera, la que daba al mar y estaba desocupada.
Les faltó tiempo para destramar desde donde les bajábamos la comida para esperar allí, acumulados como un enjambre, acechando su territorio perdido. Les veíamos por la noche peregrinar por el muro, congregados, cruzar la verja en fila india, con sus ojos como faros chispeantes, como luciérnagas danzarinas marcando el paso, para llegar al peral desnudo, y de allí, abrirse al desamparo de saberse vencidos, de los que no tienen nada, de los hundidos.
No sabemos ni como ni cuando Misha, una gata brava, que una consecución de partos había dejado la piel como un colgante, logró colarse hasta el fondo de los rosales y allí, sin comadrona ni padre conocido, parió una cachorrada de cuatro desventurados enanos, tan diminutos como el dedo meñique de la mano, de los que solo sobrevivió una criatura muy hermosa, aterciopelada, glotona, exploradora, desprendida y confiada. Porque ahora, su pequeña, bien nutrida, brillante como el nácar, venía a refregarse en nuestros zapatos, comía de nuestra mano, desembarcaba en nuestras vidas y nos ganaba ronroneando. Misha la miraba, gastada, en medio de un generoso mes de mayo, a veces, indecisa le maullaba un regaño, pero su chiquita, alegre, la olvidaba y rodeaba el mundo en un abrazo.
Misha se quedo a vivir entre la rosaleda del jardín y el patio, jamás quiso entrar en casa, ni apreció ningún mimo, ni permitió la entrada de otro gato, fue una excelente guardiana. Después de todo, se había ganado a pulso ser la ocupa oficial de los rosales.
Su chiquilla creció hermosa, convencida de que la vida era una diadema de fragancia, alegría, bienestar y abundancia.
Con el tiempo, la colonia fue creciendo y los viejos embajadores de lo mugriento, duplicaron su linaje y mostraron el camino a los recientes. Llegaron a desbordarse tanto que no había un milímetro de terreno en el que no encontráramos a un desamparado indigente. Entonces aserramos las ramas de los árboles, cubrimos el muro, aislamos los caminos, tapamos los agujeros de sus guaridas, despiojamos con zotal todo el parterre y les levantamos el campamento.
A pesar de todo no nos sentimos bien desplazando el problema y nos seguía preocupando el destino de aquellos gatos. Sin hallar una solución práctica, les servíamos su ración al otro lado de la pared trasera, la que daba al mar y estaba desocupada.
Les faltó tiempo para destramar desde donde les bajábamos la comida para esperar allí, acumulados como un enjambre, acechando su territorio perdido. Les veíamos por la noche peregrinar por el muro, congregados, cruzar la verja en fila india, con sus ojos como faros chispeantes, como luciérnagas danzarinas marcando el paso, para llegar al peral desnudo, y de allí, abrirse al desamparo de saberse vencidos, de los que no tienen nada, de los hundidos.
No sabemos ni como ni cuando Misha, una gata brava, que una consecución de partos había dejado la piel como un colgante, logró colarse hasta el fondo de los rosales y allí, sin comadrona ni padre conocido, parió una cachorrada de cuatro desventurados enanos, tan diminutos como el dedo meñique de la mano, de los que solo sobrevivió una criatura muy hermosa, aterciopelada, glotona, exploradora, desprendida y confiada. Porque ahora, su pequeña, bien nutrida, brillante como el nácar, venía a refregarse en nuestros zapatos, comía de nuestra mano, desembarcaba en nuestras vidas y nos ganaba ronroneando. Misha la miraba, gastada, en medio de un generoso mes de mayo, a veces, indecisa le maullaba un regaño, pero su chiquita, alegre, la olvidaba y rodeaba el mundo en un abrazo.
Misha se quedo a vivir entre la rosaleda del jardín y el patio, jamás quiso entrar en casa, ni apreció ningún mimo, ni permitió la entrada de otro gato, fue una excelente guardiana. Después de todo, se había ganado a pulso ser la ocupa oficial de los rosales.
Su chiquilla creció hermosa, convencida de que la vida era una diadema de fragancia, alegría, bienestar y abundancia.
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