lunes, 8 de junio de 2009

LAS AMIGAS DE LA INFANCIA




Los sábados de invierno, cuando los nubarrones vestían el cielo con su abrigo negro y la gente se reclutaba en sus hogares, frente a las estufas encendidas y las chimeneas calientes, nosotras corríamos libres, anchas, resueltas, empujadas al encuentro de la arena húmeda de la costa, la playa era algo personal e íntimo, percibíamos aquel territorio como nuestro, allí, gritando como una banda de chiquillas locas, nos estaba esperando la tormenta, me descalzaba y andábamos la orilla, justo donde reventaban las olas, enfurecidas, al limite, hasta que mis pies crujían en calambres y la boca humeaba el vaho denso que produce el frío. Pasmadas y ateridas, abiertas a la dicha, con el rostro enrojecido y la frente salpicada de salitre, marchábamos por la niebla delgada hasta que el cielo se abría en un enjambre de rayos y lluvia. Caladas, convertidas en gotas cristalinas, bailábamos las sombras diamantinas hasta llegar a casa. Tundra, la jovenzuela mestiza con un antepasado gos d’atura, se sacudía la humedad en mi vestido, inundaba el salón formando una hilera de rías que desembocaban en la alfombra persa, y en un frenético vaivén de su cuerpo, abrigado con cúmulos de pelo que caían como mazorcas enredadas, olisqueaba el aire y buscaba a su amiga del alma, nuestra gata.

Diva, era una prodigiosa minina, tenía el arte de desplegarse de un sueño profundo, levantarse sonámbula, esperar a que Tundra se enroscara y ovillarse en su lomo, sin siquiera despertarse.
Antes de poder secarme, despojarme la ropa empapada, recoger los restos de arena que íbamos dejando y que formaba diminutos montículos sobre el suelo encerado, antes de recoger las goteras que descendían por el dobladillo de mi falda, Tundra se desparramaba sobre la alfombra que absorbía el agua como una toalla. Entonces aparecía Diva y se desplomaba en el costado de la chicuela aún mojada, invariablemente daba un bufido de enfado y pegaba un salto para huir a toda prisa del agua, resbalaba, daba un respingo, saltaba sobre el suelo mojado y patinaba un buen trecho con la panza hasta conseguir equilibrarse, muy puesta, muy enfadada por el espectáculo poco felino y nada elegante. Subía a una silla, se desperezaba, miraba su entorno para entender que cosa había provocado el desastre, giraba la cabeza, nos miraba con rabia porque en aquel preciso momento nos detestaba. Bajaba, agitaba de forma exagerada una a una sus cuatro patas para liberarlas de lo que, para ella, era un pantano. Saltaba al camastro y se acicalaba de arriba a abajo, poniendo un interés excesivo en sus garras, las barría con su lengua áspera, abría los dedos, los lamía, los cerraba, concentrada, impasible, entregada. Mientras tanto yo apuraba los últimos minutos antes de que llegara alguno de mis padres, rápida, como una película de Chaplin, fregaba, recogía, quemaba la alfombra y a Tundra con el secador del cabello, corría hacía el baño, me duchaba, escondía la ropa y las toallas en el fondo del balde de la ropa sucia, y por fin respiraba aliviada, una vez mas había evitado las broncas oscuras, los gritos amargos, los discursos gastados y agrios, las amenazas interminables, los consejos repetidos, cansados, los duros reproches de mis padres.
Diva, bien aseada, acosaba el palo de la fregona e iniciaba el ataque, driblaba, rodeaba el cubo y me clavaba las garras armadas en el muslo, se columpiaba en mi espalda y brincaba al suelo desde mi asombro, mordía mis talones y empezaba de nuevo el circulo vicioso, a la caza de los utensilios con los que yo trabajaba, hasta que me apuraba tanto que hacia un conato de estamparle la cara con la bayeta escurrida, sin embargo no le daba, solo la rociaba, entonces se cerraba, calmada, y observaba mis movimientos apresurados desde una tranquilidad insultante. – Diva, gata mala- solía decirle un poco molesta – ¡podrías ayudar caramba! Y por toda respuesta, bien espachurrada en la grupa de Tundra, bajaba los parpados con la misma pompa y boato de un monarca y dormitaba.
Tenía yo ocho años, mis padres trabajaban. Después de acabar su jornada iban a la compra, al mercado, al banco, al notario, a cuidar de la abuela, a visitar a la hermana, a pagar las deudas, a los funerales, a los entierros, a dar el pésame a los familiares, al hospital donde el abuelo estaba encamado, a felicitar a la prima que había sido madre, a muchos y tantos asuntos que de niños ignoramos, vivían apurados, sin aliento, sin tiempo para dedicarse un rato. Mis hermanos campaban por las plazas anchas, tiraban piedras, pedaleaban, cortaban relámpagos, se escondían en cuevas, trepaban árboles, conquistaban mundos, cruzaban mares, seducían doncellas, con los amigos del vecindario.
Yo por ser la más pequeña y la única niña de la camada, tenía prohibida la calle, Tundra y doña gata se quedaban conmigo para hacerme de ayas. A esa edad matutina, jamás me encontré abandonada, ni percibí el pellizco de envidiar a los mas grandes, ni sufrí celos, ni me sentí nunca sola, ni cubrí de ruinas mi infancia, estaban mis dos amigas reunidas, para endulzarme, vencer los miedos, tocar el cielo con las manos. Mientras crecía y germinaba ellas guardaron mi secreto, y, a todos los efectos, me quedaba en casa.






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