Era el día de mi treinta y cinco cumpleaños, celebrándolo conmigo estaba una buena parte de la familia, las buenas amistades, los mas íntimos, y algún que otro advenedizo. Estábamos reunidos, jocosos, charlando, felices de encontrarnos congregados alrededor de la mesa, compartiendo el momento, ávidos de alegría. Corría el cava y los licores pasaban de mano en mano, las copas se llenaban y se vaciaban en las golas animadas. Mientras tanto, partícipe también de la cháchara, yo iba abriendo los regalos, husmeando, desatando cabos, explorando el papel satinado, descubriendo el fondo de los embalajes.
Hacía ocho meses que había enterrado a Nit, mi dogo querida, será para no creerlo, pero estaba de luto, cualquier tontería, por efímera que fuera, me golpeaba la herida y originaba un sollozo. las lágrimas reabrían cicatrices mal curadas que escocían, que agredían como puñales en el cuerpo desnudo.
En la intemperie palpitaban sin tregua sus recuerdos, dolía estar despierta, dolía su abandono, su lejanía.
La veía aun inmóvil el día de su destierro al profundo abismo del vacío y me desbordaba el no verla aparecer de súbito, satisfecha, a la zaga de cualquier locura, y correr zalamera para encontrarse en mi camino, dispuesta al juego, a la caricia, al dormitar alerta, pendiente de su entorno, concienzuda.
Cabezota y terca a tiempos, paciente y despreocupada siempre. Segura de si misma y del amor que la rodeaba. Solo con pronunciar su nombre, me ardía la garganta, me quemaban los ojos. El duelo en los labios y un sabor a ceniza me envolvían.
Esperaba en secreto que entre el laberinto de tantos paquetes, durmiera un cachorro, no para sustituir a Nit, era imposible, pero si para ofrecer de nuevo mi mejor sonrisa al mundo.
Al atardecer fuimos a recostarnos en la playa desnuda y desierta, porque nací en diciembre, cuando la arena dibuja un borroso perfil calcáreo de marfil, y niebla.
Cuando las olas se desatan, escalan, atraviesan las nubes y empañan la luna.
Cuando el rumor implacable y constante peina en silencio el silbido del viento.
Cuando la espuma abraza las rocas, las besa y camina por un paisaje intermitente de arpones de bruma.
Cuando el mar, traspasado, se desliza en la desdicha del otoño tardío.
Cuando la luz se deshace en sombra amarilla, húmeda, invencible, cristalina, pálida y viva para derramase en la orillas del mundo.
Noté que faltaban algunos invitados, pero no dije nada, quizá se habían ido, aburridos, quizá regresaron a casa a por mas bebida, no me importaba porque estaba arrobada y ausente, con la memoria perdida, sintiéndome parte de una desesperanza que nacía del vuelo de las olas. Comenzó a roerme la morriña.
Y entonces, en un instante precioso, aparecieron todos y me rodearon mientras me cantaban el cumpleaños feliz y me entregaban un regalo mayúsculo. Llegó a mis manos una caja de zapatos adornada con un lazo rojo que, en letras púrpura decía “ROM”.
Allí estaba mi cachorrete, mí sultan diminuto como una semilla, enojado por su encierro, hundiéndome en su mirada inquisitiva, empezó a lamerme y se enredó en mis dedos. Supe al momento que envejeceríamos juntos, día a día. Lo deslicé hacía mi pecho y lo rodee en un abrazo merecido, me partí para adentro, reservándome todo el placer del encuentro.
Bienvenido Rom, le susurré a la oreja, y él, sigiloso, ya convertido en estrella, con la confianza mas pura, se arrulló como la hiedra a mi cuerpo.
Emergió de la arena fina de los arrecifes para atracar en los bosques de un futuro compartido y como una flor de los prados, como el trébol, humilde y sencillo, detuvo la tristeza e iluminó mis ojos.
Heredero de mis secretos y mis dichas, tejió una red que me envolvió entera y le entregué mi espació y los minutos que lo ocupan y él levantó un muro de tierras y lunas cerrado a todos los infortunios.
Rom, galope entre la cresta de las olas, atrevido, solidario, desbocado e intenso. Anidó conmigo durante el trecho de su destino.
Hacía ocho meses que había enterrado a Nit, mi dogo querida, será para no creerlo, pero estaba de luto, cualquier tontería, por efímera que fuera, me golpeaba la herida y originaba un sollozo. las lágrimas reabrían cicatrices mal curadas que escocían, que agredían como puñales en el cuerpo desnudo.
En la intemperie palpitaban sin tregua sus recuerdos, dolía estar despierta, dolía su abandono, su lejanía.
La veía aun inmóvil el día de su destierro al profundo abismo del vacío y me desbordaba el no verla aparecer de súbito, satisfecha, a la zaga de cualquier locura, y correr zalamera para encontrarse en mi camino, dispuesta al juego, a la caricia, al dormitar alerta, pendiente de su entorno, concienzuda.
Cabezota y terca a tiempos, paciente y despreocupada siempre. Segura de si misma y del amor que la rodeaba. Solo con pronunciar su nombre, me ardía la garganta, me quemaban los ojos. El duelo en los labios y un sabor a ceniza me envolvían.
Esperaba en secreto que entre el laberinto de tantos paquetes, durmiera un cachorro, no para sustituir a Nit, era imposible, pero si para ofrecer de nuevo mi mejor sonrisa al mundo.
Al atardecer fuimos a recostarnos en la playa desnuda y desierta, porque nací en diciembre, cuando la arena dibuja un borroso perfil calcáreo de marfil, y niebla.
Cuando las olas se desatan, escalan, atraviesan las nubes y empañan la luna.
Cuando el rumor implacable y constante peina en silencio el silbido del viento.
Cuando la espuma abraza las rocas, las besa y camina por un paisaje intermitente de arpones de bruma.
Cuando el mar, traspasado, se desliza en la desdicha del otoño tardío.
Cuando la luz se deshace en sombra amarilla, húmeda, invencible, cristalina, pálida y viva para derramase en la orillas del mundo.
Noté que faltaban algunos invitados, pero no dije nada, quizá se habían ido, aburridos, quizá regresaron a casa a por mas bebida, no me importaba porque estaba arrobada y ausente, con la memoria perdida, sintiéndome parte de una desesperanza que nacía del vuelo de las olas. Comenzó a roerme la morriña.
Y entonces, en un instante precioso, aparecieron todos y me rodearon mientras me cantaban el cumpleaños feliz y me entregaban un regalo mayúsculo. Llegó a mis manos una caja de zapatos adornada con un lazo rojo que, en letras púrpura decía “ROM”.
Allí estaba mi cachorrete, mí sultan diminuto como una semilla, enojado por su encierro, hundiéndome en su mirada inquisitiva, empezó a lamerme y se enredó en mis dedos. Supe al momento que envejeceríamos juntos, día a día. Lo deslicé hacía mi pecho y lo rodee en un abrazo merecido, me partí para adentro, reservándome todo el placer del encuentro.
Bienvenido Rom, le susurré a la oreja, y él, sigiloso, ya convertido en estrella, con la confianza mas pura, se arrulló como la hiedra a mi cuerpo.
Emergió de la arena fina de los arrecifes para atracar en los bosques de un futuro compartido y como una flor de los prados, como el trébol, humilde y sencillo, detuvo la tristeza e iluminó mis ojos.
Heredero de mis secretos y mis dichas, tejió una red que me envolvió entera y le entregué mi espació y los minutos que lo ocupan y él levantó un muro de tierras y lunas cerrado a todos los infortunios.
Rom, galope entre la cresta de las olas, atrevido, solidario, desbocado e intenso. Anidó conmigo durante el trecho de su destino.
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