Hera y yo andábamos picoteando primavera, el mes emergía florido y nosotras seguíamos su aroma como una abeja sobre el néctar. Estábamos en Mayo, el de las flores, el polen, las semillas, el pétalo al viento.
En una cestita de mimbre, con una mantita vieja, viajaban cuatro cachorros, quiso el destino que así fuera. Su cuidadora iba a exponerlos a una feria para encontrar un hogar a cada uno de aquellos retoños. Yo los cogí con la mano, eran suaves y amorosos y sobretodo muy flacos. Tenían veintiún días. Solid no era ni el mas grande, ni el mas guapo, ni siquiera el mas lustroso, pero tenia un deje vagabundo, un caminar amigo y una gracia en los ojos, que me gustaron. Era distinto a sus hermanos, su manto era oscuro, sus orejas gachas caían desmayadas en cascada. Parecía un minúsculo esqueleto con alas. Cuando nos despedimos deseándoles suerte solidaria, Solid se puso a perseguirnos y era tan pequeño y había tanta esperanza en sus andares que decidí adoptarlo.
Así empezamos nuestras andanzas. Los primeros dos meses fueron de veterinario, porque estaba comido de parásitos. Pero en cuanto lo liberamos de estos desagradables huéspedes, empezó a germinar, alto y ancho, hasta convertirse en un galán seductor y elegante. Su manto negro se abrió de forma imperceptible hacia el rubio trigueño dejando en el lomo y la trufa una sombra muda de su color primero y aquellas orejas dormidas y gigantes, despertaron un día y ascendieron erguidas y escarpadas.
Es mi pastor un buen amigo, entregado, inteligente y prodigo en caricias, celoso, obediente y con un punto de malicia, el justo para no enojarme.
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