Bimba anda sobre mis muslos como una acróbata y circula por mi contorno, así propaga su juego favorito; amasar y masajear mi cuerpo mientras derrama su voz grave en las tinieblas.
No extiendo un solo músculo, apenas respiro, no quiero moverme por no interrumpir este solemne momento compartido.
Entonces, zumbando, llega un mosquito. Aparca en la pared y acecha.
Salen los gatos de su ensueño.
Atentos se arquean, estallan, entonan su canción de guerra y luto y se precipitan contra el muro blanco, saltan sobre mis rodillas, caen a peso en mi frente, rebotan, arden, se hunden en mi tripa y obstinados ascienden en vertical hacia la nada.
Del mosquito queda un eco cerrado, un mancharrón parduzco en la pared como mortaja.
Orgullosos de su hazaña, vienen a recostarse en mi regazo.
-Me habéis apaleado, me habéis roto.
Hundo mis dedos en sus cuerpos etéreos, les acaricio y empezamos a navegar de nuevo hacia la noche en calma
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