Mi hermano mayor regresaba a nuestra pequeña patria después de un largo periplo por tierras extrañas. Gastó parte de sus ahorros en una masía abandonada y con tenacidad indómita, la convirtió en un hogar acogedor y agradable con ese calor que derraman las casas rurales. Con sus buenas artes convirtió la acequia en una piscina esplendida que servia para, regadío y baño. Plantó un huerto frente a las cochineras y estas se transformaron en garaje. Alrededor de la casa, abrazándola como un aro, tejió una red interminable de árboles frutales. Y unos macetones enormes en forma de ánforas lucían floridos en el porche de la entrada.
Adoptó un perro de pastor y dos gatos, todos eran cachorros y la buena convivencia entre ellos estaba garantizada.
Después de su agotador trabajo dio la masada por terminada, hizo una llamada a su compañera y madre de su hija y nos invitó a todos a celebrar su llegada. Nosotros, su familia de origen, no conocíamos más que en foto a Diana, su pequeña de apenas tres años, en cuanto a su esposa habíamos cruzado alguna palabra por teléfono, en nuestro inglés anárquico. Ella, en nuestro idioma, solo sabía decir gracias en un tono muy cortés, pero imposible para entablar un diálogo.
El encuentro iba a durar de un jueves festivo al domingo siguiente, porque todos teníamos el puente del viernes y madre ya estaba jubilada. Luego seria un milagro volver a reunirnos de nuevo porque todos teníamos obligaciones en nuestros respectivos hogares.
Desde muy niños, perros y gatos nos regalaron su incondicional compañía, jamás les consideramos mascotas sino nuestros mejores amigos que compartieron nuestros juegos igual que chiquillos. Todos, incluida madre teníamos como mínimo un perro o un gato y todos, incluida mi madre nos los llevamos con nosotros a pasar el largo fin de semana.
La más temprana en llegar fue madre con su inseparable teckel, una hembra gorda, satisfecha con su vida sedentaria y consentida al máximo. De resultas de este mimo excesivo era antipática i grosera con sus congéneres a los que consideraba unos ordinarios sin clase. Sin contar a madre, a la que veneraba, atacaba al resto de los humanos y andaba con unos humos exagerados que carecían de base viéndola andar torpemente a causa de sus grasas. Paticorta y fondona mas bien parecía un reptil que un cánido.
Nosotros llegamos tarde. Sin conocer el camino tomamos un atajo, nos perdimos por vías secundarios y fuimos a parar a las quimbambas. Era noche bien entrada cuando descargábamos. En la casa estaban todos acostados.
Por aquel entonces tenía yo dos boxer muy jóvenes, Rom, garrulo, adorable y breve y Hera, coqueta, despierta, cegadora, festiva y juguetona, mi buena amiga. Para no atormentarme con su marcha y mi luto absoluto por su ausencia, siguió con fuerza oscilante luchando por la vida.
En el transportín venia mi bella Yentha, una jovencita siamesa de pocos años, de naturaleza sosegada, con unos ojos azules tan penetrantes que reflejaba en su mirada todas las corrientes del mediterráneo. Paciente con los críos, sufrida con los cachorros. A Yentha la soledad la quebraba y jamás consintió estar sola, dormía en mi cama y sesteaba en la cocina, siempre buscó mi compañía. Enfurruñado, enojado por la tardanza, nos recibió el anfitrión en pijama, y aunque nos disculpamos y contamos nuestra hazaña comentó que éramos los de siempre; una panda de impresentables. Unas paces inmediatas nos alentaron a seguir levantados y charlamos, charlamos hasta las tantas. Frente a un fuego chispeante, con los perros enroscados a nuestros pies y Yentha en la repisa de la ventana, nos encontró la madrugada.
Viernes: Amaneció tan despejado y claro que madre tubo la tentación de estrenar la piscina y darse un baño rápido, dicho y hecho, se metió en el agua. Su teckel, que era hembra de secano, ladró asustada, con ese ladrido agudo que revienta los tímpanos y ataca al más templado de los humanos. Salimos a tropel, desbocados, creyendo que el fin de mundo había llegado, y allí, cortándonos el paso, aquella perra obesa me hincó los dientes en la pantorrilla. Quise esquivarla, pero la hierba estaba tupida de rocío y resbalé con tan poca gracia que fui dando bandazos, con la locuela enganchada, hasta caer de bruces en la piscina, arrastrando a la torpe villana en mi caída. Pensé que me ahogaba, lo juro, era la primera vez que nadaba vestida y con zapatos, saltaron en mi rescate los hombres de la casa, mientras que madre chillaba desfallecida que su perrita no sobreviviría a tanto espanto. Se montó tal escándalo que los perros alborozados y sintiéndose participes en aquel nuevo juego la emprendieron a ladridos contra la gordita que, recién salida del agua, jadeaba.
Miel, gruñía empapaba, pero estaba asustada y madre la cogió en brazos mientras apartaba a los demás con la toalla. Los cachorros debieron de pensar que era otro juego aún mas divertido que el de antes y se lanzaron como dardos sobre mi pobre madre que quedo enterrada bajo un ejército de perros emocionados que repartían a la vez, ladridos, lametones y babas.
Cuando por fin liberamos a madre, llevaba el bañador en las nalgas, el pelo embarrado y sus canas impecablemente blancas habían adquirido un tono verde campo. En la puerta de la entrada, limpia, bien peinada, con un gesto de terror en la cara, estaba la mujer de mi hermano, Marion, con su nenita en brazos. Uno a uno, sucios, desgreñados, cubiertos de vergüenza, untados de barro, calados y dolidos, nos fuimos presentando. Antón comentó con sorna que estábamos impresentables.
Sábado: Contados en la nueva casa reunimos cinco perros y seis gatos orondos, a los que tratamos con tanto cariño y velamos con tanto celo y ahínco que no fuimos capaces de dejar al cuidado de otras manos.
Madre estaba y no estaba. De una parte quería compartir con nosotros ¡hacia tantos años que no tenía reunida a su camada! Pero le pesaba tener encerrada a su chiquita malcriada. Todo iba bien, parecía que el catastrófico descalabro del día anterior se desvanecía a cada paso, incluso la mujer de mi hermano estaba radiante, sonreía, serena y agradable aunque no entendiera palabra. Los niños jugaban felices, sus risas nos llegaban como frescas bocanadas de aire claro. Estábamos en una sobremesa larga, la sala olía a café humeante. Hablábamos distendidos hasta que sus voces se fueron alejando, cada vez mas lejos, volando, camino del horizonte largo, alejando, muy despacio, y me quedé callada, y rodé con Morfeo hacia la orilla de las playas ausentes, profundamente dormida.
El despertar fue un drama.
Madre no pudo resistir mas y se fue al lado de su chicuela, está, poco acostumbrada a sentirse abandonada, salió ladrando, rauda como un cohete, escaleras abajo. En aquel momento mis hermanos estaban en el huerto donde vagaban los gatos y la muy lerda, creyéndose liberada, se metió corriendo por la puerta entreabierta de la galería. Allí, furibundos, se encontró cara a cara con una comunidad de gatos beligerantes. Poco amantes del intrusismo se lanzaron a la carga, bufaron, arañaron, se arquearon, erizaron sus lomos y atacaron, saltaron por encima de la perrita agazapada, y huyeron, hasta perderse en el paisaje.
La trufa de Miel parecía un fresón apuñalado, temblaba en ataque de pánico y no permitió que nadie, ni siquiera madre se acercara, estaba confundida, herida y humillada. Gemía y se lamía desesperada, nos enseñaba los dientes y gruñía si dábamos un solo paso. Le tiré una toalla y la tomé en brazos, ¡total ya había probado sus bocados! pero no hizo señal de enojarse, al contrario, creo que por primera vez en su vida aceptó mis brazos sin botarme. Unos rasguñitos de nada, poco profundos, una buena dosis de mimos, una friega con yodo y ¡andando! Madre llevaba una buena brecha en la mano, al intentar alzar a la gordita en el fragor de la batalla, uno de los gatos le había clavado un zarpazo. Las próximas tres horas las dedicamos a la búsqueda extenuante de felinos. Sería duro cazarlos si caía el crepúsculo. En el ángulo de uno de los corrales exteriores de la masada, recogida en un montón de hojas a modo de cama, divisé una larga cabellera apelmazada vestida de un blanco nacarado, una carita chata con unos preciosos ojos ámbar me saludo en el acto. Grandota, redonda y majestuosa, lucia por orejas un racimo de penachos, demasiado elegantes para ser de campo. La recogí, sin resistencia alguna de su parte, feliz de huir de las sombras porque la noche empezaba a comerse la luz de la tarde. Pero aquella escultural criatura no era de nadie. Debían de haberla abandonado o se había perdido y el olor a comida y las voces la atrajeron hacia la casa, porque era placida y doméstica como no suelen ser los gatos salvajes. Pensé que era mi justo regalo por haber aguantado tanto descalabro. Regocijada y decidida a quedármela, la bauticé con el nombre de una de mis ex cuñadas, Debra la más guapa, la tuve en mis rodillas mientras los demás acechaban gatos. Lleve a una de las habitaciones libres a mi recién adoptaba sin decir nada a nadie y la dejé allí para que se relajara. La cara de enfado de Yentha, era evidente. Volví al rescate de los fugados.
Marion por detrás de los cristales de la ventana, con su niña en brazos y los perros jadeando, intentaba localizarnos, con un gesto de terror en el rostro que empezaba a frecuentarnos.
Sobre las diez de la noche estábamos todos recogidos, gatos y gente. Cenamos en un silencio tenso. Agotados por los acontecimientos fuimos desfilando hacía nuestros aposentos.
Domingo: Me desperecé al mediodía. Prometí que este día iba a ser tranquilo. Cuando bajé al porche, con Yentha encaramada en mi hombro, encontré a todo el clan reunido. Los niños jugaban con los perros al pie de los encinares ¡Se entendían de maravilla! Repapados en confortables hamacas, mis hermanos bebían cerveza, en tanto que madre y Marion fisgoneaban una revista de chismes. Era todo tan bucólico que parecía imposible.
Media hora más tarde, madre trajo a Miel para yodar su trufa lacerada. Pidió nuestra ayuda con tanto empeño que la quisquillosa perra se agitó rabiosa, ladró con enfado y se abalanzó sobre Yentha que dio un respingo asustado e inició un salto perfecto, y en el aire, con precisión de atleta, torció su cintura ágil y desarrolló una sucesión de volteretas esplendidas, y sin apenas perder altura, trepó hasta la hermosa cabellera de Marion.
Una melena lacia, peinada y sin enredos, no es la mejor superficie para el equilibrio, por eso, y no hay que darle mas vueltas, la gatita sacó las uñas y con la voluntad férrea de no caerse, las hundió en la cogotera de mi cuñada, sorprendida, con un familiar gesto de terror en la cara, vencida y desgarrada.
Con estupor creciente vimos como corría la sangre por su cara, formando riachuelos rojos desde la frente, que se desbordaban, descendían hacia el mentón y en catarata suave, caían al suelo.
No se quien sacó a la superviviente de la sala, ni quien empujó a Yentha a la habitación de la nueva gata, ni quien de las dos inicio la carga, ni quien soltó a la perra, ni de que lado llegaron los canes, ni quien, exasperado, fue el culpable de soltar un puntapié a madre.
La voz de madre, como un trueno, dolía en las entrañas. Sus gritos azotaban, su enfado me dio en medio de la boca. Sus palabras quemaban rayos. Sentí frío en los dientes, por eso, dándome prisa, me despedí de todos.
Apoyada en la puerta de la entrada, quieta, sonriente, sacudiendo su mano alzado como un pañuelo al viento, despidiéndonos, con su pequeña pegada a ella, estaba Marion. Reclinado en sus hombros esbeltos, Antón gritó con voz encendida, marcando las silabas
– ¡Mujer impresentable vuelve cualquier día! Y esbozó un gesto de abrazo ancho que crecía. Desde el asiento del coche le mandé un beso. Soltó una carcajada y supe que nos queríamos.
Emprendimos el viaje de salida.
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