Tomó los juguetes nuevos con verdadero entusiasmo, saboreó su
textura, descubrió placeres ocultos, mordiendo hasta el fondo, perforando
intranquila el cuero seco de la envoltura. Golpeó las piezas contra el suelo, las
arrastró a su garganta y engulló las piezas.
Luego paseó su hocico por la estancia hasta encontrase
conmigo. Hundió su lomo en mi rostro. Saltó con un vuelo ligero a mi falda,
abrió su cola en molino, y con esa alegría inocente, lamió mis mejillas, feliz,
encantada de ser la bandera de nuestra familia canina.
Todo ocurrió sin una palabra, sin un solo gesto. No me dio tiempo.
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