Hemos ido a vivir entre apretadas flores de tallo verde y pétalos
silvestres, matorrales espesos, fragantes pinos
torcidos al viento, robles y encinas y terrones azules de mar y de cielo.
Suena la campana de la iglesia y un gallo rompe la línea del
silencio. Derraman, en el paisaje, los pájaros su trino formando un coro enmarañado entre la
piedra estática y la quietud matutina.
Tecla recorre la montaña como un puñado de tierra, huele,
vigila, descubre los latidos de esta vida
menuda que pasa entre la hierba y Dandy persigue pajaritos que le retan
al vuelo. Se va, desaparece en los zarzales y regresa engalanado de barro, de rocío y de pradera. Avanza de nuevo coronado de incontables pinchos y hojarasca y algún arañazo en su vestido regio. La lengua resbala hacia fuera y jadea, babea y brilla al mismo tiempo. Hay en sus ojos una felicidad indecible mientras su cola gira
como una vela en tormenta.
Debimos haber marchado hace ya tiempo. La ciudad, la grave pesadilla de paredes sombrías, la masa intranquila de rejas cortantes, movimiento intermitente que galopa entre grises nocturnos y amargos rechazos, de largos vacíos y erguidos rumores. La gran Barcelona que jamas se detiene pero tiene frío y tose y enferma y tiene fiebre y duele y quema y arde y mata sin ni un suspiro de pena. Esta urbe mía, a la que a veces amo y otras he maldito, nos llenó de hartazgo, nos quedó pequeña.
Los gatos, de momento, se quedan al cuidado de mi hijo, en su castillo sagrado, su
fortaleza augusta, porque para ellos no hay más universo que esa morada antigua.