Forma el mar una azucena blanca. Entramos en su cáliz con los
pies descalzos, cayendo desmandados en las olas. Sus pétalos errantes golpean
nuestro pecho.
Huele a invierno, a cielo matutino.
Tecla galopa salpicando luz y arena.
Sólid, Xaloc y
yo dejamos que el agua nos anegue.
Es un momento en que la paz nos mece y la vida no duele ni
se inquieta.
Ando hasta la orilla y me sumerjo en el espacio duro, gélido y cerrado del pasado. Allí busco a mi
hija, a mis padres, a mi hermano, aquella familia que una vez fuimos y ahora se
enreda entre mis dedos como harapos. De aquello queda el perfume, la abundancia
y una casa vacía y desgarrada.
Pero llegan los perros trotando, húmedos, calados, indomables. Se congregan a mi lado, me inundan, me inspeccionan y lamen, glotones, mis tinieblas. Se sacuden, se secan en mi vestido y sin malicia alguna, levantan una gaviota rezagada.
Les hablo y en cada silaba brota la esperanza del ahora. Hundo caricias en sus mantos y nacen primaveras de mis manos.
Ya está la vida dispuesta a latir conmigo, se extiende como una alfombra generosa y fragante.
Les hablo y en cada silaba brota la esperanza del ahora. Hundo caricias en sus mantos y nacen primaveras de mis manos.
Ya está la vida dispuesta a latir conmigo, se extiende como una alfombra generosa y fragante.
Pasó el momento del espanto, tomo aire y respiro porque en nuestro hogar,
el día a día es un espacio sereno y transparente.